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                  El dentista
es fanático de Mozart.
                  
                  En el consultorio,
la música en la casetera
                  
                  es un universo
continuo a la sordina.
                  
                  El terror
es desmentido con esa dignidad.
                  
                  Simpatiza
con sus pálidos pacientes
                  
                  y mientras
prepara aguja y jeringa
                  
                  acompaña
y confirma los acordes
                  
                  con un
silbido enamorado y creador:
                  
                  él
también compone su Mozart.
                  
                  La anestesia
acorrala al dolor
                  
                  hasta la
entraña del hueso
                  
                  y cuando
arranca la muela muerta, la música
                  
                  parece
oscurecer en u caos.
                  
                  Pero el
gusto a sangre en la boca
                  
                  despide
la podredumbre
                  
                  y el oído
se entrega
                  
                  a la finalidad
del auténtico destino.
                  
                   
                   
                   
                   
                   
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